El
sábado en la noche, 18 de febrero de 2017, antier apenas, llegó el último
guerrillero pendiente —de entre un total de 6.500— a la zona veredal en
Montañita, Caquetá. Algunos noticieros hablaron de “La Montañita”, pero es
Montañita, sin ese “La” que le agregaron. No es el único lapsus en que incurren
los medios cuando se trata de geografías agrarias o selváticas. “Es que eso
queda muy lejos”, dirán. Y sí, es lejos, pero “eso” queda aquí en la
profundidad de Colombia. Quizá por esa lejanía la doctora Claudia López dijo:
“Bueno, ya ‘salimos’ de las Farc, ahora vamos contra la corrupción”. Bastante
brocha ese verbo ahí, como si dijera señoreramente: afuerita y juiciosas.
De
modo, doctora, que de las Farc no hemos salido, lo que no sobra recordarle
también al senador Robledo y a otra gente. Si antes están llegando, muy
comedidas, dejando las armas en la puerta. Y ni se sienten sacadas, ni a muchos
colombianos nos estorban. Salvo, por supuesto, a quienes las conciben como un
obstáculo político, ahora desarmado, en territorios apetecibles para la rapiña
del capital. Como quien dice, todo el país.
No
es que a las Farc las haya agarrado un rapto de remordimiento reconciliatorio,
ni que sean hijos pródigos, sino que advirtieron un gesto propicio, que sólo se
da en ciertos cuartos de hora, para acometer aquello que siempre pensaron sólo
sería posible mediante la victoria y a lo que decidieron aspirar sin haber sido
derrotadas: la oportunidad de experimentar con el fuego cruzado de los
argumentos, sin por ello perecer en el intento, y no teniendo que abatir a
nadie. Convirtiendo en adversario a quien hasta la víspera fue enemigo. Después
de todo no fue por atracción a la manigua, ni por fiebre hacia las armas, ni
por quemar calorías, sino de huida de pueblos huraños, por físico instinto de
conservación, que sus miembros arrancaron hacia el monte. Y una vez allí, donde
encontraron pares solidarios, al cruzar la línea del no retorno, se asumieron
como sediciosos, declarándose en rebelión. Lo contrario hubiera sido morir o
humillarse.
Estamos,
pues, ante ciudadanos que le ofrecen al país la opción de no tenerse que alzar
otra vez, o dar lugar a que otros lo hagan. Algunos son menores todavía, lo que
no debe extrañar aquí, donde desde chiquitos se nos exaltó la memoria de Pedro
Pascasio Martínez, el adolescente de 13 años que agarró preso a Barreiro,
rehusándole, para que lo dejara libre, el soborno de una bolsa de oro. Y donde
los niños y las niñas, sobre todo en el campo, van por ahí botados de la mano
de Dios, como presas de prostíbulo o haciendo de sirvientas en las haciendas.
Debiera, entonces, distinguirse que entre la guerrillerada que desfila por entre
las banderas se advierten ademanes libertarios y alegres, tatuajes y mascotas,
hablas fluidas y seguras, proyectos de vida optimistas, fraternidad. Y bebés,
algunos en el vientre aún, y otros ya de brazos.
Y
al llegar a los peladeros que les tiene el Gobierno, no se amilanan por la
falta de agua, o de techo, o de todo, sino que, como lo dice esa colombiana que
parece holandesa, Alexandra Nariño, “ahí mismo se ponen a buscarle la comba al
palo”. Y a trabajar se dijo.
Por | Lisandro Duque Naranjo.