La
muerte de una persona cercana jamás estará exenta de ese factor metafísico que
nos abruma a los que aún sobrevivimos.
A
todos nos queda grande la certeza de que ocurrió un tránsito entre lo temporal
y lo perpetuo, entre el aquí y el nunca más, del que se ocupan las doctrinas
cuya finalidad es diagnosticar aquello a lo que está abocado el difunto: para
unas, el inicio del juicio final, para otras, simplemente el acabose repentino
de todo, sea bajo tierra, o dentro de una bóveda, o reducido a dos o tres
puñados de algo parecido a bienestarina dentro de una urna, o un frasco.
Los
cadáveres ofrecen un halo de misterio, un mutismo que pareciera guardar
secretos que no van a compartir. En torno suyo se utiliza el verbo ir: “se
fue”, dicen. Y los más líricos: “emprendió el viaje”.
Cuando
es un finado que se ganó los afectos, por motivos laborales, o familiares, o de
amistad, es obligante ir a sus exequias. No vale aquello de que él no va a
darse cuenta —en el caso de que uno, por ejemplo, lo haya conocido apenas a él,
y no a su familia ni a su entorno de conocidos— si uno se abstiene de llegar a
esa ceremonia. Hay algo de traición en eso, que acosa al que se abstuvo de
asistir porque decidió darle prioridad a otros menesteres.
Tuve
una pérdida el sábado, de un amigo y excompañero de trabajo, que nos agarró a
todos de sorpresa, infartándose. Me agarró lejos su muerte, no tanto por la
gran distancia entre donde vivo y la funeraria, sino porque la caravana de
quienes evacúan la ciudad antes del domingo de ramos me iba a significar una
ida y vuelta de casi dos horas cada ruta, preso en un trancón inapelable. Pero
yo debía estar ahí, aunque me tocara recorrer el doble, y a su familia no la
conociera. Algo le decía a mi conciencia —y eso que detesto lo supranatural—
que él sí iba a enterarse si yo no iba. Y que desde su ataud se las arreglaría
para llevar la cuenta de quienes lo dejamos sin nuestra compañía.
Pero
además, estaban los excompañeros de trabajo, con quienes él —ya debo revelar su
nombre, Favio Fandiño (él prefería la v para su nombre— tuvo trato intenso
durante el año último del Canal Capital, el de la Bogotá Humana, tiempo en que
se desempeñó como su director operativo, cargo en que él se ocupaba desde la
compra de una tuerca hasta de la política editorial de dos emisiones diarias
del noticiero. Favio llegaba a las ocho, después de dejar a su hija en el
colegio, y casi que eran los vigilantes quienes le decían que por favor se
fuera ya, cuando lo agarraba la una de la madrugada lidiando con contratos en
su escritorio.
Yo
era gerente y Favio me renunció tres veces a lo largo de ese año. Me decía que
quería dedicarse a la crónica periodística literaria, en Cúcuta, en el
periódico El Frente. Y reintegrarse a su universidad en Pamplona, y sentir
calor, no apenas el del sol, sino el de la gente. Que la plata no le importaba.
Que lo dejara ir, que él ahí no era muy útil. Pero a mí Favio Fandiño me hacía
mucha falta, con sus modales caballerosos, como de antiguo señor, sus trajes
enteros con corbata, y sus prudentes 56 años con tanta vida y talento por
delante.
No
paro de remorderme de no haberle permitido salirse. Aunque eso sirvió para que
todos lo hubiéramos conocido mejor. Por eso estuvimos ahí, como en el poema de
su paisano Cote Lamus, “todos los que lo queríamos”.
Por: Lisandro Duque Naranjo