Buscar este blog

Favio Fandiño

La muerte de una persona cercana jamás estará exenta de ese factor metafísico que nos abruma a los que aún sobrevivimos.

A todos nos queda grande la certeza de que ocurrió un tránsito entre lo temporal y lo perpetuo, entre el aquí y el nunca más, del que se ocupan las doctrinas cuya finalidad es diagnosticar aquello a lo que está abocado el difunto: para unas, el inicio del juicio final, para otras, simplemente el acabose repentino de todo, sea bajo tierra, o dentro de una bóveda, o reducido a dos o tres puñados de algo parecido a bienestarina dentro de una urna, o un frasco.

Los cadáveres ofrecen un halo de misterio, un mutismo que pareciera guardar secretos que no van a compartir. En torno suyo se utiliza el verbo ir: “se fue”, dicen. Y los más líricos: “emprendió el viaje”.

Cuando es un finado que se ganó los afectos, por motivos laborales, o familiares, o de amistad, es obligante ir a sus exequias. No vale aquello de que él no va a darse cuenta —en el caso de que uno, por ejemplo, lo haya conocido apenas a él, y no a su familia ni a su entorno de conocidos— si uno se abstiene de llegar a esa ceremonia. Hay algo de traición en eso, que acosa al que se abstuvo de asistir porque decidió darle prioridad a otros menesteres.

Tuve una pérdida el sábado, de un amigo y excompañero de trabajo, que nos agarró a todos de sorpresa, infartándose. Me agarró lejos su muerte, no tanto por la gran distancia entre donde vivo y la funeraria, sino porque la caravana de quienes evacúan la ciudad antes del domingo de ramos me iba a significar una ida y vuelta de casi dos horas cada ruta, preso en un trancón inapelable. Pero yo debía estar ahí, aunque me tocara recorrer el doble, y a su familia no la conociera. Algo le decía a mi conciencia —y eso que detesto lo supranatural— que él sí iba a enterarse si yo no iba. Y que desde su ataud se las arreglaría para llevar la cuenta de quienes lo dejamos sin nuestra compañía.

Pero además, estaban los excompañeros de trabajo, con quienes él —ya debo revelar su nombre, Favio Fandiño (él prefería la v para su nombre— tuvo trato intenso durante el año último del Canal Capital, el de la Bogotá Humana, tiempo en que se desempeñó como su director operativo, cargo en que él se ocupaba desde la compra de una tuerca hasta de la política editorial de dos emisiones diarias del noticiero. Favio llegaba a las ocho, después de dejar a su hija en el colegio, y casi que eran los vigilantes quienes le decían que por favor se fuera ya, cuando lo agarraba la una de la madrugada lidiando con contratos en su escritorio.

Yo era gerente y Favio me renunció tres veces a lo largo de ese año. Me decía que quería dedicarse a la crónica periodística literaria, en Cúcuta, en el periódico El Frente. Y reintegrarse a su universidad en Pamplona, y sentir calor, no apenas el del sol, sino el de la gente. Que la plata no le importaba. Que lo dejara ir, que él ahí no era muy útil. Pero a mí Favio Fandiño me hacía mucha falta, con sus modales caballerosos, como de antiguo señor, sus trajes enteros con corbata, y sus prudentes 56 años con tanta vida y talento por delante.

No paro de remorderme de no haberle permitido salirse. Aunque eso sirvió para que todos lo hubiéramos conocido mejor. Por eso estuvimos ahí, como en el poema de su paisano Cote Lamus, “todos los que lo queríamos”.

Por: Lisandro Duque Naranjo