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Q. e. p. d.

Texto de Lisandro Duque Naranjo

Alguien me escribirá un recorderis para remediar la omisión de quien no figure en esta lista de amigos fallecidos por COVID-19. Fueron personas cercanas a mis afectos —a muchas llevaba tiempo sin verlas— y, por haberse cortado su existencia en esta peste aciaga, siento la compulsión de evocarlas. La lista es corta comparada con el guarismo triste que ha venido saliendo en las listas de muertos. Aun así, son demasiados, y me procuraron a veces, como a muchos otros deudos y amigos, la indeseable sorpresa de saber de su muerte en tan pocos días. Fueron pocos los que tuvieron algún tipo de relación entre sí, pero todos fueron próximos a mí. Abel Rodríguez e Isidoro León, dos líderes del magisterio muy acatados y honorables entre sus pares, dejaron historia en el sector educativo. Abel construyó, como secretario de Educación de Bogotá, 60 megacolegios. Con Isidoro compartí por teléfono el estupor por el deceso de Abel, quien fue de los primeros. Pocos meses después, Isidoro fue arrancado también.

    La primera muerte amiga que inauguró la pandemia fue María Consuelo Montero. Por ella supimos que el COVID-19 era cierto. Fundadora, junto a Augusto Bernal, de la legendaria escuela de cine Black María, formaron a jóvenes en esa academia informal a la que tuve la honra de pertenecer. Ella estaba curada del espanto de la muerte, pues traía dolencias de hace tiempos que ignoro si se constituyeron en la comorbilidad que la ultimó por corte directo.

   Luisa Fernanda Trujillo, poeta sumergida en una obra intimista, metafísica, dejaba entreabierta una puerta para descifrarle su hermetismo. Dulce temperamento que lidió con un cáncer antiguo sobre el que hizo una bitácora con la que nos orientaba a sus amigos sobre los percances de su cuerpo. En cada mensaje celebraba sus nuevas victorias en las mesas de cirugía.

   Silvio Parra Arcila, en los obituarios de quienes lo despedían en Sevilla, a los que me sumo, pues fuimos amigos desde la infancia, sobresale su pasión erudita como formador de varias generaciones de melómanos en repertorio latinoamericano, del tango en adelante.

   Gloria Toro de Marín, sevillana, detrás del mostrador de Casablanca, al lado de su marido, Juan, fue la mujer que distinguía las canciones con solo pasarles el dedo por el filo a los discos long play. Uno le pedía El escondite de Hernando, y al instante empezaba a sonar, como si los acetatos la conocieran.

   Gustavo Quesada, poeta, académico, ofrecía placidez y bonhomía. Llevaba muchos años sin verlo, pero estoy seguro de que su rostro mantuvo una sonrisa hasta el final.

   Édgar Montañez, comunista, cineasta, egresado de la escuela de Bulgaria. Activista entre la juventud proletaria y barrial de guionistas y directores que son ahora los que mueven las redes con sus documentales contestones. Representó a los cineastas en la Junta de Proimágenes, donde fue confiable para sus colegas.

   Amparo Vanegas, psicóloga, líder estudiantil en los tiempos tumultuosos de los años 70 en la U. N. Polemista hasta el final —compartí mucho con ella en la Tertulia de cine de Diva Botero, en el CUAN—, letrada, alegre y cosmopolita. Debo a su hijo Sergio Becerra la idea de romper el silencio sobre estos cadáveres exquisitos que acudieron casi en soledad a la tumba.

   Y está el maestro mayor: Santiago García, a quien todos los méritos ya le fueron dados. No fue de COVID-19 que murió, pero abrió plaza, por otras dolencias, a los ocho días de iniciada la cuarentena.