Un niño marcado por el peso ideológico de la religión,
la embestidura de la universidad en la época política más convulsiva del país, el
cine como la mejor y la única revolución. Todos los factores que determinaron
cómo un hombre, decide quién ser.
Cuando Lisandro Duque tenía diez años decidió
convertirse en santo. Su mamá, que lo llevaba a misa tres veces a la semana,
decía que su mayor deseo era tener un hijo sacerdote: “Sacerdote no. Prefiero
ser un santo de una vez”, le dijo un martes en la tarde cuando iban saliendo de
la iglesia principal de Sevilla, Valle. Comenzó por lo básico: no mentir, no
robarle a su papá los pesos que dejaba deliberadamente sobre la mesa del
comedor, no pensar en niñas. “Me apliqué desde que tenía diez años a un ideal
de perfección en mi conducta para volverme santo”. Duque está sentado en una de
las salas en la redacción de El Espectador. Es viernes, el clima de Bogotá
empieza a volver a su estado natural: frío, cielos lácteos, brisas ácidas.
“¿Está lloviendo? Tengo frío, el frío nos hace sentir vivos, ¿no?”. Todo de
verde: pantalón de paño y saco de pana. Zapatos cafés.
Su camino a la santificación continuó con la lectura
de Vidas ejemplares, un libro de historietas que mostraba, a través del cómic,
la vida de algunos santos como Domingo Savio y Juan Bosco. Lisandro Duque se
propuso imitar sus vidas en todos los aspectos: “No podía participar en los
juegos frívolos de mis compañeros, por eso fui un mal futbolista, pésimo
atleta. No pronunciaba malas palabras, no pensaba en obscenidades. Una vez un
cura que me confesó a los diez años me preguntó si yo tenía placeres
solitarios. Yo no sabía qué era eso. Luego, varios años después, supe que los
placeres solitarios por los que él me preguntaba eran la masturbación. Ni
siquiera sabía qué significaba la palabra cuando el padre la mencionó”.
En las noches, antes de irse a dormir, recordaba lo
que el padre, desde el púlpito dorado, decía como refiriéndose a él: “Si uno no
se subordina a la perfección de Dios puede llegar a padecer del fuego eterno”,
dice, mientras se queda quieto encima del sillón negro. Está mirando por la
ventana y deja cerrados los ojos por varios segundos. “Recuerdo que tenía
muchas pesadillas con una parábola que dice: ‘Un hombre le preguntó a Cristo
¿Cómo hago yo para entender la grandeza de Dios? Entonces Cristo respondió: Haz
un hoyo en la arena con tu dedo e intenta meter todo el mar ahí’”. Duque deja
de mirar la ventana, clava los ojos en la pared que está detrás de mí. Sus
brazos caen lánguidos a cada lado del mueble. Vuelve.
“Esa es una figura tan compleja, además de ser
literariamente hermosa. Uno de niño la traduce de una manera literal y yo
fracasé en mis empeños de imaginarme cómo iba a hacer para meter todo el mar en
un huequito hecho por mi dedo. Tenía pesadillas enormes con eso: me veía en una
playa —y eso que no conocía el mar, pero lo había visto en cine—, tratando de
meterlo en el huequito. ¿Cómo hago? ¿Cómo hago? Estaba tan desesperado”.
La niñez arremete en la memoria en dos sentidos: el
bueno, recuerdos que uno magnifica para hacer más soportables los peores días y
poder salvarse —como si fuera posible— con el vacío: “todo tiempo pasado fue
mejor”, y el malo, segmentos del tiempo que uno oculta de la mayoría de miradas
ajenas y que vienen siendo, al fin y al cabo, los que forman nuestra manera de
actuar.
“Una de las condiciones para ser santo era que uno
debía entrar en un éxtasis, sin embargo, yo nunca logré eso. No me elevaba, no
ganaba la ingravidez, y eso me empezó a preocupar y me di cuenta de que algo
estaba fallando. Un buen día, cuando tenía 14 años, supe que no lo lograba por
un exceso de orgullo, de soberbia, el pretender la santificación: eso era
demasiado, estaba pecando contra la humildad. Humildad que nadie tenía en la
Iglesia; de la que los padres nos hablaban, pero ellos, con sus anillos de oro
y sonrisas falsas, no practicaban”. Llegó la decepción y con eso, como pasa
siempre, el enfrentamiento con el espejo —el peor de los enemigos—, los
reclamos por haber renunciado a todos los placeres, a las fiestas, los juegos,
los besos a escondidas. Ahí pasa, en esas grandes pérdidas: no se consigue
sosiego, ni calma, ni nada cordial consigo mismo.
“Todo cambió cuando leí un libro de Bernard Shaw.
Descubrí la frase: ‘He sido bueno sin asustarme ante el soborno del cielo’”. Se
bebe de un sorbo el café que recién le traen. Pasa seguido: en la mitad de las
oraciones se queda estático como si no encontrara la palabra precisa para
referirse a algo. Hace un gesto particular con el índice, apoya el brazo izquierdo
sobre el derecho y sube el pálido dedo hacia el cielo, lo mueve como si
estuviera señalándole a alguien o algo la verdad. “Me decepcioné profundamente
de la religión y empecé a mirar lo religioso, la idea de los curas y de dios
como un estorbo para mi desarrollo. Renuncié a toda esos pensamientos y, desde
entonces, soy una persona relajada en mi conducta y descubrí, además, que no
necesitaba ser santo ni creyente para ser un caballero y un buen ciudadano”.
Perder a Dios es, no solo, perder la imagen creada por
siglos de historia del mayor poder, del inmortal omnipresente; es —como si
fuera poco— afrontar la idea de que no hay nada que remedie lo que somos, lo
que hacemos. Es, mejor dicho, la certeza de estar solo. Siempre.
Lisandro Duque tenía 16 y la rebeldía vana de la
adolescencia lo llevó a estudiar antropología en la Universidad Nacional, en
Bogotá. Cambió la iglesia por los salones y comenzó a seguir, con el ansia
sagrada de quien va a comulgar, a sus profesores: Darío Mesa, Magdalena León, Patiño
Roselli. El mundo universitario lo atrapó entre las filas de los movimientos
políticos de izquierda de la época y la repulsión y rabia que traía hacia la
institución religiosa la descargó en el arte porque la guerrilla, como él mismo
lo dice, no era para él. “Yo tranquilamente pude pertenecer a cualquier frente
de algún grupo guerrillero. La Universidad Nacional tiene como hermosa cualidad
fomentar el pensamiento libre y autónomo de sus estudiantes. Conocí a Carlos
Pizarro, Alfonso Cano y todos los jóvenes que por esa época solo hablaban de la
Revolución Cubana, de la creación de grupos insurgentes como las FARC (1964) y
el ELN (1966). Pero sabés qué, yo no soy bueno para meterme al monte. Hubiese
sido un pésimo guerrillero. Además creo que el arte hace grandes revoluciones,
también”.
En 1970 fundó con Nelson Osorio, Carlos José Reyes,
Santiago García y Patricia Ariza las Peñas Culturales de La Candelaria y en la
Universidad Nacional recibió de Alberto Rahal la dirección del cineclub Ocho y
Medio. Según la Revista Cinemateca ‘Duque es un autodidacta, estudioso del
cine, que se ha hecho profesional, como tantos directores colombianos, en la
prolífica y controvertida “escuela” del cortometraje del “sobreprecio’”. En
1974 dirige el corto Favor correrse atrás, con el que gana el primer premio en
el concurso de cortometrajes del Festival de Cine de Cartagena. Después de este
vendrían las producciones cortas No se admiten patos (1975), Lluvia colombiana
(1976) en co dirección con Herminio Barrera, 38 corto 45 largo (1979), Hoy no
frío, mañana sí (1980), TV or not TV (1980), Vivienda Campesina (1980).
En 1982 realiza su primer largometraje, El escarabajo,
con el que gana un premio especial de la junta Organizadora del Festival de
Cine de Cartagena y es presentado en Moscú a más de 45 mil personas. En 1983
realiza el mediometraje documental Arquitectura de la colonización Antioqueña,
producido por FOCINE. Durante 1985 dirige Cafés y tertulias de Bogotá y Un
ascensor de película. En 1986 haría su aparición su segundo largometraje Visa
USA. En 1988 dirige Milagro en Roma (De la serie Amores difíciles). En 1990
adapta y dirige para el Canal RCN, La Vorágine, basada en la novela homónima
del escritor colombiano José Eustasio Rivera. Esta producción resulta finalista
en el Festival Mundial de TV de Nueva York, en 1991. En 1999 gana el premio a
mejor guion de Largometraje de la Dirección de Cinematografía del Ministerio de
Cultura con su obra Los actores del conflicto. En 2001 estrena el largometraje
Los niños invisibles, película que consiguió el primer premio de guion
argumental del Ministerio de la Cultura en 1997.
En todas las películas de Lisandro Duque hay un cura,
una iglesia y un cementerio. “Son temas que me seducen desde el punto de vista
moral, desde el punto de vista estético: a mí me encanta la estética de las
iglesias, de los cementerios, eso me seduce mucho. Me seducen mucho los curas
como factor de provocación ideológico, mía contra ellos, y por el papel que
ellos han cumplido en la construcción de mi propia memoria y mi visión del
mundo. Ahora te dije, desde la infancia he sufrido las pesadillas de toda la liturgia
a la que fui sometido”.
El soborno del cielo, su quinta película, no es la
excepción. Esta cinta, que dirige después de ocho años de no presentar trabajos
fílmicos, está cargada de detalles que hacen parte de su propia vida. La tesis:
el poder indiscriminado de un sacerdote en un pueblo conservador. Los
personajes: jóvenes con repulsión hacia la religión con deseos de unirse y
estropear las acciones religiosas de la iglesia en el pueblo. “Los jóvenes de
los años 60 nos exaltábamos contra la presencia de lo religioso. Esta película
se refiere a esa polarización entre jóvenes laicos y clérigos dogmáticos”.
Durante la conversación el celular le suena dos veces.
Con agilidad cuelga cada llamada en menos de un minuto: “No puedo hablar. Ahora
te llamo”. Creo que quiere otro café. Hace frío: las ventanas de la sala están
salpicadas por pequeñas gotas de lo que sería dos horas más tarde, la tormenta
que no había caído en Bogotá hacía más de tres meses.
—A veces creer en algo nos mantiene vivos.
—Ser incrédulo me ha garantizado una gran tranquilidad
y serenidad de conciencia. Por eso sigo vivo.
El Espectador
Por: Camila Builes
En Twitter: @CamilaLaBuiles