Creo que los
miembros de la Delegación de las Farc en La Habana no debieran incurrir en
ciertas licencias que pudieran interpretarse en contra suya, o del deseado fin
del conflicto armado.
Me refiero a
las fotos que se tomaron entre ellos por las calles de la capital cubana, pero
sobre todo a aquella que pareció hecha por un paparazzi del DAS, en la que se
encuentran Iván Márquez y Jesús Santrich sentados en la cubierta de un barco
fumándose un tabaco, y en el centro de ambos Sandra Ramírez —la viuda de Manuel
Marulanda—, reposando en traje de baño. Esa escena no fue bien vista aquí, el
país de la alegría. Para colmos, Andrés París, en foto aparte, tiene un vaso de
ron en la mano, e infortunadamente a la botella de la que se sirvió no se le ve
la marca, dejando en ascuas a los medios de comunicación y a los organismos
secretos —que usaron todas las tecnologías digitales posibles para lograr
identificarla—, urgidos de saber si se trataba de Paticruzado, Guayabita del
Pinar o del muy conocido Havana Club.
Eso no se le
hace a la paz, señores. No sólo que en nuestro país hay personas que detestan
el tabaquismo por un celo encomiable respecto a la salud pulmonar, sino que un
tabaco encendido entre los dedos, del que se escapan las volutas hacia un
paisaje marino, es una práctica muy asociada a la molicie y al “sibaritismo”,
como acertadamente lo expresó un colombiano que recientemente fue consagrado
como el nacional más importante de los últimos dos siglos. No hay que olvidar,
además, que para muchos politólogos “cachacos”, el solo aspirar brisa de mar
—peor aún si éste es el Caribe— significa una experiencia báquica, propensa al
desvarío de los sentidos, a la lascivia, de modo que eludir la cercanía con ese
elemento líquido y salado es lo mínimo que puede solicitárseles a quienes
negocian una paz que tenga como inamovible la castidad. A ese relajamiento
corporal que, a bordo de ese crucero marxista, exhibieron los dos guerrilleros
hombres, ambos completamente vestidos por si acaso los atacaba un frente frío,
muy propio de este mes en Cuba, se sumaba en plena distensión la humanidad
menuda de la compañera durante 25 años de Manuel Marulanda, enfundada en un
vestido de baño. Con razón viajaron de urgencia desde aquí a Cuba los
negociadores del Gobierno, a ver si toda esa ostentación era cierta. Hágame el
bendito favor, ¿qué puede esperarse de un proceso de paz en el que la viuda del
guerrillero más legendario del mundo se deja fotografiar con esas prendas?
¿Puede así pensarse en la viabilidad de una república pudorosa? ¿A qué juegan,
señores? Lo único que justifica esa imprevisión es que cuando les tomaron esas
fotos ignoraban todavía la advertencia que dos días después hizo el dueño de un
restaurante del norte —especie de copia ampliada de El Envigadeño de la 23—,
según la cual la minifalda es una incitación a la violencia sexual contra la
mujer. ¿Qué decir entonces de un traje de baño?
Iván Márquez ya
había incurrido en la travesura liberal de dejarse fotografiar sentado en una
Harley Davidson. No importa que fuera una moto quieta, que se ofrecía en un
almacén de Caracas, y por simple nostalgia de cuando era un pelado que quería
recorrer mundo metido en una chaqueta de cuero, con un enorme dragón pintado
expulsando lenguas de fuego. Ya ni recuerdo si esa vez también salió de
urgencia a conversar con él, para apagar el incendio que se armó aquí, el
doctor Humberto de la Calle. Pero aunque así no haya sido, ¿qué le hubiera
costado a Márquez buscar en el mismo negocio la sección de Vespas, para dar la
talla de un verdadero izquierdista?
Aunque
pensándolo bien, si es para tantas privaciones, mejor levantarse de la mesa.
Qué gracia tiene una paz de esas.
Por Lisandro Duque Naranjo