Stefan Kaspar
llegó a Bogotá el pasado 4 de octubre, desde Lima, y su tiquete de regreso era
para el domingo 13. Este último trayecto, sin embargo, no lo cumplió por su
cuenta, sino en un ataúd metálico, en condición de cuerpo repatriado, pues
murió de un infarto fulminante el sábado 12.
Tenía 65 años y
vino a Bogotá a participar en el Festival de Cine “Ojo al Sancocho”, organizado
por jóvenes de Ciudad Bolívar. Quizás Stefan hubiera podido alargar un poco más
su vida de haber sabido que esta capital tiene una altura de 2.600 metros, algo
que parecía ignorar no obstante ser un suizo de quien cabía esperarse esas
precauciones. De todas maneras su rebelión frente a los medicamentos de laboratorio
—que él había sustituido hace tiempos por productos homeopáticos— algún día lo
hubiera hecho vulnerable, aquí o en otra parte, a ese deceso inesperado,
ocurrido delante de una cantidad de jóvenes con quienes departía sobre video
comunitario. Era un andariego empeñado en la “soberanía audiovisual” y en la
urgencia de que los muchachos narraran con sus cámaras las historias de sus
barrios y sus regiones.
Había llegado
al Perú en 1978 y allí lo agarraron por su cuenta —haciéndolo quedarse del
todo— esos picos nevados de verdad, tan épicos en comparación con la modestia
de los Alpes suizos. Igualmente los imaginarios incaicos, el cebiche y toda esa
provocación a la estética popular implícita en las vidas de los habitantes de
la periferia limeña. En los ochentas armó un colectivo fílmico —Chaski— junto
al uruguayo exiliado Alejandro Legaspi y Fernando Espinosa, un cineasta peruano
ya fallecido. Entre ellos sacaron adelante las películas Juliana y Gregorio,
muy afines temáticamente con la brasileña Pixote, de Héctor Babenco, y la
colombiana Rodrigo D, de Víctor Gaviria. Esas cuatro cintas marcaron con su
impronta neorrealista a los espectadores y a los festivales de entonces,
erigiéndose como clásicos del cine latinoamericano. El grupo Chaski aún existe
y en próximas semanas emprenderá la filmación de otro largometraje, ya sin
Stefan en la troupe. Pero la función debe continuar.
A Stefan lo
veía con frecuencia en festivales de cine, sin que ninguno de los dos
supiéramos con precisión quién era el otro. En el 95 nos encontramos en el
andén del aeropuerto de Barcelona, donde yo quería aprovechar una escala de 15
horas para conocer la ciudad. Nos saludamos como viejos desconocidos y al
informarle del motivo de mi presencia allí me dedicó todo el día paseándome por
los lugares obligatorios de esa capital.
Unos años
después lo tuve de socio distribuidor en el Perú de una película mía de 2001.
Él y su mujer, María Elena Benites, habían construido en el limeño barrio de
Chorrillos una casa, e invitaban a sus amigos a que se fueran allá a escribir
sus novelas. De buena gana me hubiera instalado allí, frente al Pacífico, a
pensar en la vida. Pero tenía que regresar a Colombia a pagar los servicios.
Esa vivienda es una especie de comuna nostálgica del hippismo de los setentas,
al que posiblemente perteneció antes de venirse a América a quemar las naves
con Europa.
Cuando supe que estaba en Bogotá, fui hasta
Ciudad Bolívar a verme con él para renovar mi confianza en el género humano.
Repasamos cuaderno sobre los amigos y nos fumamos un cigarrillo. Dos días
después me abrumó la noticia sobre su muerte
María Elena
vino para la repatriación del cadáver. Nos vimos en Medicina Legal, donde
asumió las gestiones —muy complicadas de por sí, y peor aun en la mitad de un
puente festivo—, con un estoicismo ancestral. Cuando le dije que Stefan se
había fumado un cigarrillo conmigo, me dijo: “Me traicionó. El 31 de marzo, día
de su cumpleaños, nos habíamos prometido dejar ambos el vicio. De modo que
ofréceme uno”. Mis abrazos al colectivo Chaski del Perú.
Por:
Lisandro Duque Naranjo