
Lisandro Duque Naranjo
Enrique Buenaventura, cada que su mujer, la francesa Jacqueline Vidal, le insistía en que se radicaran en París, le contestaba: yo no soy capaz de vivir en un país que no esté en guerra.
Al resto de colombianos, sin darnos cuenta, nos pasa lo mismo. Nos parece, por ejemplo, apenas natural el hecho de que la guerra, a través de sus derivaciones menos extremas, haya convertido en un ritual de desconfianza cada rutina: en aeropuertos, edificios públicos y privados, embajadas, bancos, universidades, etc., pululan los porteros con la certeza de que cada maletín que entra lleva una bomba y que todo el que sale contiene un computador robado. La sospecha sistemática es el gran negocio en este país y contamina de marcialidad las esferas más inocuas. No en vano los propietarios de esas empresas de vigilancia son militares retirados que se lucran de vender zozobras imaginarias. Cuando uno, en otra parte, al llamar por teléfono no escucha a una máquina diciéndole “esta conversación será grabada por su seguridad”, y al ingresar a un inmueble no tiene que pasar por un escáner ni logra ver una cámara de video que lo fisgonea, ni debe pisar con el índice un detector de huellas, ni mirar a una cámara para la foto, ni alzar las manos como el Divino Niño y dar media vuelta para que un uniformado le recorra el cuerpo con una paleta que husmea metales, se siente extrañado e incompleto. Los colombianos ya echamos de menos los controles. A mí, por ejemplo, el álter ego delincuencial que se nos ha inducido, me ha hecho incurrir en excesos de los que confesaré dos a los lectores: una vez me demoré tres meses consiguiendo la documentación para que me dieran visa a Bolivia. Cuando llegué a
Otra vez, en una de esas embajadas difíciles, como me dieran visa sin mirar mi cartapacio al que apenas le faltaba la partida de defunción, le insistía yo al cónsul por la ventanilla: ¿Y no va a examinar mis documentos? Las culpas inventadas terminan volviéndolo a uno ostentoso con su honradez.
Hace poco no pude utilizar en Bogotá una receta para un somnífero controlado que me dio un médico en Cali. Cuando es de otra plaza la receta, me dijo la empleada de la farmacia, hay que llevarlo a
La semana pasada me visitó un estudiante de Mérida, Venezuela, quien hace su tesis de grado sobre cine colombiano. Es un joven que por su hablado andino y tener nacionalidad y madre colombianas, se siente muy de acá, lo que no le sirvió de mucho, pues me contaba de los líos que tuvo para instalarse en un cuarto de arriendo, ya que a la dueña su hablar se le antojaba como de desmovilizado y ella no quería problemas. Tuvo entonces, para convencerla, que exagerar su venezolanidad y mostrarle el pasaporte y el carné universitario. Eso lo perjudicó más, porque la señora, en un rapto patriótico, le dijo que en ese caso utilizara el cuarto esa noche, pero que al día siguiente consiguiera dormida en otra parte. “Es que yo con Chávez pocón. Discúlpeme usted”, le dijo.
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