Una prueba
fehaciente de que Humberto de la Calle ha cambiado para mejorar, y de que
en eso debió influir mucho el ser negociador de paz en La Habana —lo que le
permitió enriquecer su bagaje en materias pendientes—, fue una frase que le escuché,
con una enmienda inmediata, en entrevista que le hicieron por televisión no
recuerdo sobre qué tema: “Logrando esto, matamos dos pájaros de un tiro”, dijo,
e inmediatamente corrigió: “... No, no, perdón, esa no es la frase correcta, a
los pájaros hay que protegerlos, lo que quería decir era que...”, y expresó el
equivalente con otras palabras, omitiendo la palabra “matar”, pero sobre todo
salvándoles la vida a dos pájaros de una vez. Con eso demostró tener una
conciencia animalista contemporánea.
Hoy en día
ya hay tendencias a suprimir, o a matizar, en los discursos y artículos,
alusiones que resulten simbólicamente degradantes para los miembros del reino
animal. Si para insultar a alguien, por ejemplo, de conducta tosca, se dice:
“es un perro miserable”, se suele agregar: “con perdón de los perros”. Quien
así habla va camino de ingeniarse una oralidad que prescinda del vejamen a esa
noble especie. Según su elocuencia, construirá un léxico adecuado para la
comparación, y si no lo logra, pues que deje el insulto en “miserable” a secas.
Se oye mejor. Expresiones como “ese hombre saltaba como un mico”, en cambio, no
son denigrantes para un prehomínido. Y me gusta que sobre los conspiradores se
diga “las noches son del gato”. En su última columna, Lorenzo Madrigal abordaba
el tema como con pinzas, a propósito de caricaturistas que para rebajar a
figuras nacionales las dibujaban “como un asno, un perro o un cerdo (...) lo
que es pasar de lo chistoso a lo ofensivo”. Estoy de acuerdo con él, pero por
diferente motivo, pues creo que un caricaturista debe tener en muy mal concepto
a los cerdos si se le ocurre mostrarlos parecidos a una persona que le suscita
desdén. No sé si quienes hacen escarnio de los porcinos carecen de la gratitud
hacia los chicharrones que salen de la piel de ese ser que espera en forma
mansa su destino de servir como festín en una mesa. No funcionan, pues, esos
animales —el asno incluido— como metáforas viables con persona alguna, a menos
que sea querida. Ya quisieran los humanos poder asumir, sin estigmatizar a sus
semejantes, ese zoomorfismo, ese animal totémico, que nos acompaña desde cuando
todos los seres vivos habitábamos el agua. Osuna, en cambio, considera
permisible la alegoría con los caballos, y él la cumplió con aquellos equinos
del Cantón Norte, testigos inconsultos de las torturas cuando Turbay. Desde
entonces, yo veo un caballo y me imagino que escucha lamentos, motivo por el
que quisiera relinchar. Y el elefante, cuya monumentalidad invisible se
movilizaba por palacio en tiempos de Samper.
Obvio que
me indignó que hubieran arrojado ratones contra la bancada del Centro
Democrático. Qué cruel uso de esas criaturas, tirándolas desde lo alto. ¿Qué
fue de ellas, perdidas entre computadores, embolatadas entre los zapatos de tan
malas compañías y sufriendo el escarnio de una orate uribista que roció por el
salón elíptico dizque “agua bendita”, me imagino que de marca Postobón, que
porque aquello era “brujería”, según el presidente eterno, que bastante sabe de
eso?
Jalémosle al respeto con los
animales. Este diciembre no comeré jamón.
Por: Lisandro Duque Naranjo