Es
costumbre en los medios —prensa y televisión— mantener un stand by de
“obituarios anticipados” sobre celebridades públicas, científicas, políticas,
artísticas, etc., cosa que, al morir éstas, puedan ofrecer a sus lectores, con
la debida rapidez, biografías suyas muy exhaustivas.
Es
decir, que a las figuras públicas las matan en las redacciones desde mucho
antes de que tengan su deceso real y cuando este ya parece inminente. El
escritor americano Gay Talese tiene una crónica muy ácida sobre esa práctica,
titulada justamente así, “Obituarios anticipados”, pues él mismo fue, durante
muchos años, uno de los encargados en el New York Times de escribir esa
sección.
Hay
veces en que el personaje “pronto a morir” no se muere, y aguanta vivo más de
lo previsto, sobreviviéndole a su biógrafo “póstumo”. De hecho, yo mismo fui de
los que llegaron a pensar que Fidel no iba a morirse nunca, y que en Cuba,
posiblemente, tendrían en breve que expedir un decreto que le permitiera al
comandante asumir el gobierno de nuevo en caso de fallecer su hermano Raúl.
No
me atrajo a mí nunca ser un redactor de ese tipo, pues me hubiera sentido como
un ave de mal agüero posada en el hombro de una celebridad querida.
Hace
como siete años me hicieron una entrevista sobre García Márquez, bastante
minuciosa, y al despedirme del periodista le pregunté cuándo se transmitiría.
Obvio que me molestó la respuesta del entrevistador: “Quién sabe, maestro. Este
material es para cuando se muera Gabo”. De haberlo sabido antes de comenzar, no
se la hubiera concedido. Y creo que nunca salió, no obstante haber muerto Gabo
cinco años después, lo que atribuyo a que jamás, en mis respuestas, hablé en
pasado sobre el escritor, restándole a las mismas ese aire de responso,
imprescindible en ese género exequial.
Alguna
vez me pregunté qué escribiría cuando Fidel muriera, en caso de no habérmele
adelantado, lo que hubiera sido perfectamente posible. Pensé que en todo caso
no sería nada sobre su existencia llena de hazañas en lo político, lo militar,
lo ético, pues fue el hacedor de historia por excelencia del siglo XX y gran
parte del XXI. Algo se me ocurriría la noche previa, cuando el plazo para entregar
el artículo, cuestión de horas apenas, no me obligara a referirme a los
acontecimientos de la humanidad que este hombre protagonizó durante 70 años,
convirtiéndola en algo completamente distinto, y mejor, de lo que fue antes de
que él llegara al mundo.
La
vida me concedió el privilegio de conocerlo, de compartir con él, en grupos
pequeños de no más de siete o diez personas, y a veces menos, durante varias
ocasiones y por muchas horas, de modo que tendría recuerdos suyos de sobra,
disponibles para recrear en este instante de conmoción. Aquí les cuento este:
La
última vez que lo vi fue el 15 de agosto de 2010, con motivo de una visita que
le hicimos cinco amigos. Dos horas departimos con él, ya afectado por flaquezas
de salud. Y aun así, desarmó y volvió a armar el mundo, con el hilo de voz que
todavía le quedaba.
Lo
acompañaba su esposa, Dalia Soto, y Fidel le pidió, para ahorrar voz, que nos
leyera su “Reflexión” más reciente, sobre el tema Irán-EE. UU., que en ese
momento provocaba pálpitos de una invasión.
Dalia,
una sexagenaria rubia y delicada, leyó las tres páginas con entonación solemne,
con las manos temblándole de gravedad. Fidel, mientras tanto, alzaba las suyas
y las movía en el aire, dirigiendo silencioso la partitura de su artículo, el
ritmo de sus conceptos. Abría y cerraba los ojos, levantaba y bajaba la cabeza
silencioso, desplomando fuerte los puños en los puntos aparte, como golpes de
percusión concluyentes. Y cuando comenzaban los párrafos siguientes, abría las
manos llevándolas suaves hacía arriba para marcar los próximos crescendos.
Por: Lisandro Duque Naranjo