Hasta hace una
semana eso de "pasar a la historia" implicaba cierto nivel de
paciencia en los interesados. Y los obligaba a perseverar en proezas magníficas
y a mantener una trascendencia reflexiva.
También les
permitía a sus contemporáneos copiarles las frases dignas de la posteridad y
dibujarles los ademanes corporales con que se ofrecerían a la vista pública en
los parques, al convertirse en mármol o en bronce. Ese siempre era un proyecto
para después, no para ya mismo, y las palomas que se posarían en los hombros de
esas estatuas, chorreándolas para darles pátina de historia, eran aves futuras,
no salidas del huevo aún. No sobraba contar con el polvo de los años, una obra
memoriosa inserta en el imaginario colectivo y, en la mayoría de los casos, una
condición póstuma. Pero eso era antes.
Hoy, la
tecnología ha abreviado esos trámites, y se puede obtener una inmortalidad
express, de contado, a la medida de las codicias inmediatas de quienes
necesitan pasar a la historia mínimo dentro de tres meses.
De haber
existido el Twitter en los tiempos de Cristo, cada evangelio no hubiera pasado
de 146 caracteres. Y Poncio Pilatos, al pedirle al pueblo que escogiera entre
Jesús y Barrabás, a ver cuál de los dos debería ser sacrificado, hubiera podido
lavarse las manos más tranquilo ante la cantidad de links de quienes apoyaban
la crucifixión del hombre bueno.
La persona que
el domingo pasado, a través de History Channel, fue ungida como el “Gran
Colombiano” de los últimos 200 años, coronó esa aspiración sobrado de votos,
movilizando durante tres meses a su horda de internautas. Quedaron en
posiciones secundarias Jaime Garzón, Gabriel García Márquez y Antonio Nariño,
por carecer de maquinaria digital, y ni siquiera interesarles, lo que tal vez
no fue el caso del doctor Patarroyo. Muy macondiano el detalle ese de que al
Nobel —eliminado en la votación de los artistas— lo salvara para la final el
repechaje, aunque en últimas le quedaran faltando los cinco para ajustar lo del
peso. En cuanto a Bolívar, no quedó en el marcador, dizque porque no era de Colombia,
como si él no la hubiera inventado.
Al día
siguiente de ese triunfo, los gananciosos hacían cuentas de las nuevas curules
que les aportaría ser gregarios de quien no sólo había ejercido el poder
durante ocho años del nuevo milenio, sino que además, de un viajado, acababa de
imponerse a todos los gobernantes, artistas, atletas y científicos de las dos
penúltimas centurias. No sintieron rubor, no les pareció excesivo, y mostraron
un sentido de la historia falto de distancia y de sutileza. En cuanto al
agraciado, se limitó a trinar: “No tengo palabras”. Él ya se expresa como desde
el Tíbet. Deben ser esas gotas.
La manera
apurada, sin embargo, como caducan las grandes “verdades” mediáticas, hará que
dentro de un año todo el mundo haya olvidado quién fue el Gran Colombiano de
los doscientos años anteriores. Se supone que History Channel, si quisiera
hacer un capítulo dos de El Gran Colombiano, tendría que esperarse dos siglos.
Para entonces, ese tipo de televisión no existirá, y en todo caso yo no estaría
disponible como panelista, lo que les ocurrirá a los tres colegas que
cumplieron conmigo esa función, al igual que a Nicolás Montero, intachable
conductor.
Pero a muy
corto plazo, en un mercado tan competitivo e impaciente, es previsible que el
impacto causado por el programa inicial haga que surjan otros realities
similares, con variables en su formato, su título y su manera de postular a los
personajes que realmente merezcan guardarse en la memoria.
Ahí será cuando
entre los 25 que quedaron como finalistas, se incorporen algunos
imprescindibles y queden por fuera más de la mitad, incluido el que el pasado
domingo arrasó con todos. Quien de todas maneras, y para variar, buscará ser
reelegido.
Por: Lisandro Duque Naranjo