Estuve con Piedad Córdoba y Danilo Rueda, de Colombianos y
Colombianas por la Paz,
en el acto de entrega, por parte de las Farc, del periodista francés Roméo
Langlois en el Caquetá.

En Florencia, por precaución ante los pantaneros del
trayecto, fuimos Danilo, Piedad y el suscrito a conseguir botas de caucho. Ya
en el negocio cada cual pidió el número que le correspondía, por lo que los
curiosos que escoltaban a Piedad supieron que ésta calzaba 39. La exsenadora
dio unos pasos hacia el espejo para mirarse con las botas puestas y luego se
devolvió al asiento, y mientras se las quitaba preguntó qué colores distintos
al negro tenían, a lo que el vendedor le dijo que ninguno. Finalmente las
compró. Durante todo ese trámite, nadie se quedó sin tomarse una foto a su
lado, además de piropearla por buena moza, o decirle “¡buena esa, jefa!” o
“¡gracias, Piedad!”.
Al día siguiente, cinco horas después de Florencia y tres
cuadras antes de la escuela donde ocurriría la devolución de Langlois, los de
la misión humanitaria tuvimos que aguardar dos horas y media, debajo de una
carpa dotada de asientos, hasta donde llegó muy cortés a saludarnos Jairo, el comandante
del frente 15, quien después se fue a lo suyo. La espera nos la ganamos por
haber llegado a las 10 a.m., cuando quienes debían recibirnos calculaban que
arribaríamos al mediodía. Pero bueno, las guerrilleras nos aliviaron el rato
con frutas y bolsas de agua helada, además de que una de ellas nos presentó a
su mascota, una ardilla. A Langlois lo llevaban apenas a mitad de camino, y los
campesinos de la región —de San Isidro, Unión Peneya y Montañita—, iban
llegando lento, muy endomingados y con la familia completa, a pie, en moto, a
caballo y en camionetas. Desde la escuela llegaba un aroma de carne a la brasa.
Luego supimos que se sacrificaron nueve terneras para los centenares de
invitados a ese show mediático que aunque molesta tanto por acá a mí me procuró
un sabroso plato de mamona.
Nadie en esa romería, ni muchachos, ni peladas, ni señoras
que iban en sus bestias protegiéndose del sol con sombrillas de colores vivos,
se abstuvo de detenerse para la fotografía obligada con Piedad. La quieren porque
la sienten como la persona ungida para propiciar un día de estos la paz, la
suspensión de los bombardeos a sus viviendas, el retorno de sus parientes
perdidos, en síntesis, la clausura de lo azaroso de sus vidas. Esperan
demasiado de ella, lo que la angustia tanto como la vuelve aguerrida.
El dueño de la propiedad en la que ocurrió el combate donde
casi pierde la vida Langlois narró en un discurso la manera como lo
bombardearon por tener un machacadero de hojas de coca, producto de una
hectárea cuyo producido escasamente le alcanza para los útiles de su hijo. ¿No
es demasiada parafernalia tecnológica por semejante bagatela? ¿Valió la pena
que se perdieran allí cuatro vidas preciosas de soldados humildes?
Hasta la tarima donde Roméo Langlois fue devuelto al
delegado francés llegó el rumor de que una de las concurrentes al evento estaba
pariendo en un aula atendida por su comadrona. El comandante Jairo preguntó
entonces qué nombre se le iba a poner al recién nacido, y dos mil voces dijeron
en coro: “¡Roméoooo!”. “¿Y si nace mujer?”, interrogó al colectivo, a lo que
éste, distinto al nombre de Julieta en el que yo pensé en mi euforia
descontextualizada, respondió: “¡Piedaaaad!”.
Ya de regreso la caravana, a las nueve de la noche, desde
los andenes los habitantes de esos pueblos olvidados trataban de adivinar en
cuál de los tres jeeps de la
Cruz Roja iba una mujer con turbante, y gritaban: “¡Adiós
Piedad, y no se te olvide el camino!”.
Autor: Lisandro duque naranjo